Adentro y afuera

Juan Goytisolo
Juan Goytisolo

Repasando la prensa en esta recta final del Día de los Enamorados encuentro dos artículos que vienen bien para (intentar) comprender lo que está ocurriendo ahí afuera de nuestras fronteras y aquí adentro. Sobre allá afuera, pero no tan lejos, escribe Juan Goytisolo en El País (La historia se escribe en la plaza): «Los cairotas que atestaban la plaza de la Liberación descubrían de pronto que podían ser dueños de su destino y decir basta. Adultos, familias, jóvenes, abogados, blogueros, sindicalistas, sin distinción de credo ni ideología, compartían una misma fe en la urgencia del cambio (…) Resulta difícil predecir cómo se llevará a cabo la indispensable transición democrática bajo la tutela del Ejército (…) El pueblo egipcio reclama una auténtica democracia (…) Las sombrías predicciones de una apropiación de la revuelta popular por los Hermanos Musulmanes (…) no se asientan en base alguna. Los propios islamistas son conscientes de sus anteriores fracasos y no quieren que se repitan. El triunfo del movimiento espontáneo de las masas egipcias es, al contrario, el mayor revés sufrido por el extremismo yihadista desde el 11-S. Obama lo entendió bien en su célebre discurso de El Cairo: la democracia, no una dictadura como la de Ben Ali y Mubarak, constituye el mejor baluarte frente al terrorismo de Al Qaeda.» Otra recomendación del mismo diario, sobre algo de aquí adentro, más cercano (Lo tienen todo, excepto a sus padres): «Lo tienen todo menos lo imprescindible. Casas confortables, padres con profesiones de éxito, toda la tecnología casera disponible en el mercado, ropa de marca, dinero para gastos, caprichos… Pero les falta algo. Los adolescentes urbanos procedentes de familias de clase media y media alta empiezan a llenar las consultas de psicólogos y pediatras sociales aquejados del mal de la soledad. Han crecido casi por su cuenta, a cargo de cuidadoras ajenas a la familia, y sus padres, ocupados a tiempo completo en mantener el estatus social, carecen del tiempo que ellos demandan. Las consecuencias suelen ser perversas: trastornos de conducta, agresividad, enfrentamientos constantes con los padres… Y también una tendencia al aislamiento preocupante.»

Cementerio para elefantes tiranos, ya

Elefante
Elefante

Cuando los elefantes tiranos están en el poder, acostumbran a dar muchas, muchas patadas por debajo de la mesa. Por encima de la mesa suelen sonreír con sus cerúleos rostros de esfinge, sobre todo en encuentros oficiales con otros mandatarios occidentales que nunca les han hecho demasiados ascos y cuando estrechan con sus manos de manicura las manos de los gerentes de los bancos en los que depositan el dinero que han trincado durante largos años de rapiña. Pero por debajo de la mesa no paran de patalear, y no precisamente de forma inocente y traviesa. Cada vez que patalean, apachurran bajo sus pezuñas las ansias de libertad y democracia de muchos de sus compatriotas. Ha ocurrido durante mucho tiempo con el elefante que vivía en El Cairo. Ocurre a veces, aunque no en todas las necesarias, que los paisanos del elefante se hartan de él, y patalean más y más fuerte hasta que consiguen echarlo. Ha pasado en Egipto. Antes en Túnez. Y quizá siga ocurriendo con otros elefantes de otros tantos países árabes. El sonido de las pisadas del elefante, que era tan estruendoso y que daba tanto miedo, se ha ido alejando, desvaneciéndose poco a poco, hasta desaparecer. Las pisadas del elefante serán una posible fuente de pesadillas nocturnas para los niños y niñas de este país, de pesadillas que sus padres tuvieron que padecer en vida. Como esta ola de revuelta árabe siga, van a tener que ir pensando las naciones del mundo en dedicar un gran terreno en algún desierto ignoto para que todos estos elefantes tiranos se pierdan en él, no sin antes rendir cuentas ante la justicia.

Un carnicero bajo el sofá

Revuelta egipcia
Revuelta egipcia

«Le prometojuro, agente, que no sé cómo llegó aquel ser hasta debajo de mi sofá. A mí me despertó el mal olor, tras una larga siesta pijamera de tres horas que perpetré hace unos días en el susodicho sofá. Al principio pensé que la peste debía de proceder de las bolas de carne que mi hija hace con el solomillo, porque la cachonda tira bajo el sofá los cachos de carne cuando se lía a masticarlos y a masticarlos y se le hacen bola, como dice ella. Para eso me gasto los talegos, para que a la niña se le haga bola el solomillo; lástima de no haber pasado hambre, como su padre. Bueno, al grano, el caso es que, en efecto, algo tenían que ver las bolas de carne del solomillo a medio masticar con la presencia de aquel ser. Al mirar bajo el sofá me lo encontré a él. Su cara me sonaba de verle estos días en los noticieros internacionales sobre las revueltas del norte de África. Creo que debió de escaparse de la tele, de la vieja Sony Trinitron que tengo averiada y de vez en cuando suelta humo. Perseguido por los manifestantes, el pobre Joselín (así le llamo yo, porque su nombre en árabe me resulta difícil de pronunciar) se coló dentro de la cámara de un reportero español que estaba grabando manifestaciones contra su augusta persona en su país, subió al satélite convertido en una plasta de unos y ceros, bajó a la parabólica de mi azotea y llegó hasta mi tele, para colarse a continuación a través de una rendija del aparato televisivo mencionado, cobrar de nuevo su forma humana y refugiarse bajo mi sofá, sin duda atraído por el olor/hedor de las bolas de solomillo a medio masticar que hace mi hija. Bueno, esto es en sentido metafórico: bajo mi sofá y bajo el sofá de todos y de todas los occidentales, que hemos estado tan cómoda y mullidamente sentados sobre tiranos como éste, sin decir nada mientras nos han hecho el caldo gordo. Agente, el caso es que vengo a poner una denuncia para ver si le pueden detener, antes de que me devore. Y mire que siento que se lo lleven, porque me he acostumbrado a echarle bajo el sofá todos los restos de cochinillo, cordero, lechazo, ternasco y ternera y el tipo me los devuelve mondos y lirondos, con los huesos relucientes, con el consiguiente ahorro en bolsas de basura. Joselín tiene mucha experiencia en procesar carne, y temo que ahora quiera probar conmigo, porque en el fondo echa de menos su tierra, agente. Pobre.»