El día de la infamia

Tarjeta sanitaria
Tarjeta sanitaria

Estamos a primero de septiembre de 2042. Tengo casi 75 años y me acaban de encontrar una grave enfermedad renal. Me retuerzo de dolor. Voy al hospital. No tengo dinero para pagarme el tratamiento. Determinados gobiernos conservadores se han ido puliendo el magro Estado del Bienestar que había en España. Empezaron un maldito día primero de septiembre de 2012; me acuerdo. Hace treinta años. Aquel día aciago pusieron fin a la universalidad del sistema público de salud. Comenzaron quitándole la tarjeta sanitaria a los pobres inmigrantes sin papeles, en un gesto xenófobo y neofascista. Y luego siguieron con todo lo demás. Yo estuve aquel día en una protesta frente a un hospital público de Madrid. Han pasado 30 años, pero me acuerdo con viveza de aquella triste jornada. Estaríamos no más de trescientas personas. Parece que a mucha gente le resultaba indiferente. Y a muchos de esos indiferentes les llegaron también luego los palos y los recortes. Fue el mismo día en el que se aplicó una subida bestial del IVA, el mismo día en el que devaluaron y tiraron nuestros derechos por el suelo. Esto parece una pesadilla, pero es la realidad.

Mi libertad preserva la tuya

Este sábado fui con mi hija al multitudinario desfile del Orgullo LGTB, en Madrid. Nos subimos y lo disfrutamos desde un lugar muy especial, el del bus descubierto del Partido Socialista, mi partido, la formación que impulsó la ley del matrimonio entre personas del mismo sexo, contra la que el reaccionario PP interpuso un recurso de inconstitucionalidad que ahora, por fin, parece ser que el Alto Tribunal va a echar abajo el próximo martes. Mi hija no preguntó por lo que vio, no se alarmó, ni se extrañó de ver a parejas del mismo sexo besándose, queriéndose en libertad. «Mi libertad preserva la tuya», rezaba una de las pancartas del desfile. Y así es, en efecto: cuando se persiguen las libertades de las minorías en nombre de unas supuestas mayorías, es que la sociedad está corrompida desde sus cimientos. Garantizar el derecho de las personas a que se acuesten, convivan y sean felices en compañía de quien quieran debería estar en el frontispicio de los ordenamientos legales de todas las naciones. España dio ese paso hace siete años de mano de un Gobierno socialista; otros países siguieron su ejemplo, pero falta trecho por recorrer y muchos desfiles que celebrar hasta que sea una realidad en todo el mundo. Mientras tanto, mi hija Estrella crecerá con el convencimiento de que todas las personas son iguales y libres para amarse, con independencia del sexo de cada una. Crecerá libre de los retrógrados, reaccionarios y lamentables prejuicios que han sojuzgado y condenado a tantas personas durante tantos, demasiados, años. ¡Viva la libertad!

Una joven asistente al desfile, con unas gafas de corazones, para verlo mejor
Una joven asistente al desfile, con unas gafas de corazones, para verlo todo mejor

Orejas aduendadas

Duende
Duende

Mi hija Estrella llama «orejas aduendadas»… a las orejas de los duendes. Sí, a esos pabellones auriculares con terminación en punta, triangular y apuntada hacia arriba. Esa forma del cartílago que, por arte de magia, unos dedos dotados de poderes han estirado con garbo y gracia hasta darle la forma correspondiente, que distingue a los estos seres. Orejas aduendadas, las que suelen tener los duendes, vaya. A mí no se me ocurriría una mejor forma de denominarlas. «Triangulares, apuntadas…». No: «aduendadas» es perfecto. Las orejas con las que se dotan los duendes. Ella suele tratar con ellos, para su fortuna y su suerte; para su imaginación. Yo, que yo me hice mayor, aunque no hace tanto tiempo, no encuentro semejantes orejas en mis semejantes, que en general se tocan/tocamos con pabellones auditivos más bien vulgares y tirando a feuchitos. Lo cual no quiere decir que no se encuentre uno en el camino con seres mágicos, pero sin esas orejas aduendadas que Estrella halla en los seres de sus cuentos.