Amaneceres infantiles

Pesadillas
Pesadillas

Cuando uno es niño las noches se pueblan de trasgos, monstruos y brujas, que no se van del todo a pesar de que haya una lamparita que dé luz al lado de la cama. Más bien al contrario, porque la lamparita tiene por costumbre arrojar sombras con formas caprichosas que, no se sabe cómo lo hacen, pero siempre se asemejan a seres fantasmagóricos. Qué miedo. Y meterse debajo de la sábana y las mantas (hoy, del edredón) tampoco ayuda, aunque consuele, porque los seres raros siguen ahí afuera acechando al otro lado de la tela, debajo de la cama o subidos a la estantería de los cuentos, que en sí mismos son formidables contenedores de sueños y pesadillas. Solo la llegada de nuestra madre, al requerimiento de nuestra voz o de nuestro llanto, espanta las bestias y ahuyenta los temores. Mi madre, la madre de cada cual, su cálida voz con propiedades balsámicas, sus manos siempre llenas de caricias tranquilizadoras, que corre a arroparnos o a darnos un beso de hola al mundo matinal, de adiós a las sombras, de triunfo de la luz, de bienvenid@ al amanecer.

Tiempos cortos

Cambio horario
Cambio horario

Me he levantado y he buscado por toda la casa todos los relojes para atrasar una hora su tiempo. Por decreto. El horario de verano da paso al de invierno. Estaban todos metidos en la nevera, en donde se habían refugiado con la esperanza de quedarse congelados, pero no lo consiguieron y los hallé a tiempo. Me quedó uno, el maldito de bolsillo que siempre se esconde porque es el más rebeldón y se niega a estas manipulaciones, pero al final di con él. Mientras atrasaba los relojes reparé en que, en la historia humana, la hora siempre la marca la manecilla más corta, esto es, las más idiota, y por tanto la más manipulable. Oséase, insisto, que esto que hemos convenido en llamar vida está dirigida por la manecilla corta, la que tiene menos miras. Esto explica muchas cosas. A la manecilla larga, la más avispada, no hay dios que la gobierne. Y esos sesenta minutos que hemos vuelto a ganar de madrugada han vuelto a ser un contenedor de sueños, y de pesadillas. Buenos días.

Luciérnagas

Luciérnaga
Luciérnaga

«Nunca he visto una luciérnaga. Tengo ya una edad; casi que estoy en el ecuador (supongo) de mi existencia (según las estadísticas), pero todavía no he alcanzado a admirar su fulgor, su brillo en una noche oscura, su guía luminosa. Tampoco me he adentrado en un bosque en una noche cálida a ver si me topo con alguna, y está claro que por su gusto no me van a salir al paso a saludarme, así que tendré que esforzarme. Otras cosas las he visto ya y, bueno, en algunos casos ha merecido la pena la espera; en otras, pues tampoco era para tanto; luego hay ocasiones que se ha presentado algo inesperado cuyo resultado ha sido sorprendente. Pero las luciérnagas… Nunca he visto ninguna, y espero que no tenga que morime sin verlas, así que perseguiré lo que se parezca a un fulgor o a un brillo iridiscente, a ver si es una de ellas.»