Mi recomendación para el Día del Libro

El Jardín del Prado
El Jardín del Prado

Este año me cuesta bien poco recomendar un libro para el Día del Ídem, porque este año es especial y no todos los años ocurren cosas tan especiales como este. Y es que mi hermano pequeño se ha hecho muy grande con la publicación de su primer libro, El jardín del Prado, publicado por Espasa y que se presentó en un bonito acto en el Jardín Botánico de Madrid a mediados de febrero, antes de que se cerniera sobre nosotros la maldita plaga.

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Y es que hay que ser un loco muy cuerdo, como le ocurrió al Alonso Quijano de Cervantes, al que hoy recordamos, para dedicar años de estudio, por puro y duro amor al arte y a las plantas, a analizar la botánica de los cuadros del Museo del Prado. Eso es precisamente lo que hizo Eduardo, de profesión jardinero. Fruto de su pasión es este libro tan singular, totalmente ilustrado en esta bella edición, en el que Eduardo describe los detalles botánicos de 45 obras maestras de nuestra pinacoteca nacional, entremezclando sus observaciones con reflexiones propias sobre la vida y el arte.

Eduardo firma una obra apasionada y original, en la que, mediante un estupendo estilo literario, toca la fibra del lector y le hace partícipe de los secretos y significados de las plantas en las obras de arte, sin pedantería ni alharacas, sino con mucha sencillez y un marcado sentido humanista. El libro no es un catálogo técnico, ni nada que se le parezca. Es un recorrido por medio centenar de obras de la pinacoteca, pero, también, un paseo por las vivencias de su autor, que ha residido en diferentes países del mundo.

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Estamos ante un libro inédito, ante un bello relato que se lee de un tirón, te atrapa y te contagia del afán por aprender de su autor. Sus breves capítulos son un compendio de sensibilidad, de sencillez y de profunda humanidad. Estoy muy orgulloso de mi hermano, el jardinero ahora también escritor. El libro, que ya va por su segunda edición, está acariciando el corazón de mucha gente y, claro, a mí me llena de orgullo que mi hermano haya conseguido su sueño. ¡Esperamos más jardines como este, Edu! Si no me creen, léanlo: verán que esta reseña no es mera pasión de su hermano mayor.

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«Papi, pon la bola»

Las Canciones de la Bola
Las Canciones de la Bola

Cuando era preadolescente, el día que echaban en TVE La Bola de Cristal me quedaba clavado delante de la tele, sin moverme, sin casi pestañear. Qué flipe de programa. Por allí desfilaban los Monster, Alaska, Loquillo, Auserón… Tanto talento comprimido en un programa que luego se convirtió en un espacio de culto. No hay programas así ahora, ni casi los volvió a haber, ni los volvimos a ver. Programas en los que se trataba a los niños como seres dotados de inteligencia, en los que se les enseñaba, o desenseñaba, o desaprendía, a aprender y a desaprender como pretendían los electroduendes; a tener una mirada crítica. A tirar por tierra prejuicios e ideas preconcebidas. A abrir la mente, que ya habrá tiempo de que se te cierre o de que otros te la intenten cerrar. Tantos recuerdos de aquellos fines de semana, revividos estos días con la triste noticia del fallecimiento de la creadora de ese programa de leyenda, Lolo Rico. 

Cuando me cambié a la casa en la que vivo, le regalé a mi hija un CD con las canciones de La Bola, para que ella tuviera una entrada acogedora en su nuevo hogar. Yo sigo poniendo cedés y vinilos; soy así de raro. Muchas veces, cuando le pregunto qué quiere escuchar, Estrella no duda: “Papi, pon la bola”. La bola mola. Y el embrujo de esa bola de cristal sigue hechizando a personas de tan distintas generaciones como somos mi hija y yo.

Viva la vida

Epitafio
Epitafio en una de las tumbas del British Cemetery: puro humor inglés («Perdónenme. A sus pies»)

No sé si movido por el efecto fúnebre del pacto de las derechas andaluzas, he aprovechado para visitar un par de cementerios singulares que existen en el sur de Carabanchel, mi distrito natal. Tal vez ese asunto noticioso no haya tenido nada que ver y es que soy así de raro, que también. Pero he quedado conmigo mismo en no hablar más de esa fuerza populista de ultraderecha para no darle cuartos al pregonero, que suficiente han hecho ya todos los medios del mundo mundial y todos los voceros de las redes sociales para fijarles en las retinas del personal. Así que no hablo más de lo que no me interesa.

Al tema: camposantos singulares en el sur de Carabanchel, en efecto. Hay varios, con origen en el siglo XIX e incluso antes. Solemnes. Majestuosos. Inmensos. Sitos en el medio de lo que ahora son barriadas y que en el momento de su creación debían ser meros cerros pelados enfrente de la capital, al otro lado del río. Repletos de cipreses, de esculturas, de epitafios, de panteones. Recintos de silencio en el medio de un barrio tan bullicioso; qué contraste.

A la altura del metro de Urgel hay uno bien singular, el Cementerio Británico, presidido desde 1850 por un escudo de su Casa Real. Un trozo de tierra en donde reposan deudos procedentes de medio mundo, con diferentes credos y nacionalidades. Gentes nacidas en todos los confines y que han acabado reposando en un enclave de este distrito sureño. Mira que es pintoresco mi Carabanchel: debe de ser uno de los distritos -dejando al margen los históricos del centro de la Villa- con más rincones peculiares de la ciudad.

Puede ser que visitar cementerios históricos sea raro. Yo creo que en otros países se estila más, pero en esta España nuestra que generalmente ignora la memoria y desprecia su historia somos harina de otro costal, me temo. A mí se me antoja que estos lugares dan también paz y muchas ganas de disfrutar del tiempo que nos queda por vivir, mal que le pese a todos aquellos que quieren devolvernos a tiempos pretéritos. Así que viva la vida, qué demonios.