Bueno para desalinearse de la alienación

Metro Cúbico
Metro Cúbico

«Doctora, yo saber sé, porque lo sé por usted y también porque lo sé por mi misma mismidad, que estar estamos todos alienados o como se diga. Alienados, eso, no alineados, que esto segundo es un fenómeno que se da el el fúrbol: A ver, míster, la alineación, ¿me toca jugar o me quedo en el banquillo viendo jugar a los colegas? Eso, alienados digo. Como ocupados por un alien. En manos de fuerzas en las que no nos gustaría estar y que nos hacen llevar vidas absurdas, o pasando la vida en tonterías que nos consumen sin dar gran cosa a cambio. Yo le recomiendo, doctora, que vaya una sala de teatro cojonuda que hay en Usera, o Useras como dicen los taxistas, que se llama Kubik Fabrik. Que es un sitio estupendo, oiga. El otro día, la otra noche mejor dicho, fui a ver dos piezas teatrales que tratan esto de la alienación y sus problemáticas. Una se llama Metro Cúbico, y va de los habitáculos que yo y mis contemporáneos fingimos habitar, con la soledad del ser y esas cosas entre cuatro paredes. Vivimos en celdas monásticas, oiga, doc. Y la otra que vi se llama Büro, y es también sobre la problemática del trabajador en una oficina chasqueante y desternillante, en un decorado con pop-ups, como los libros de los críos. Oiga, doctora, que son dos obras muy recomendables y divertidísimas, le digo, que en esta sala se interpretan con mucha frecuencia. Oiga, megaoriginales le digo pa sintonizar con usted, que usted es un poco pija.  Las dos forman parte de La Trilogía del Hombre Moderno (la tercera obra no estaba en cartel), hacen de reír porque son muito divertentes y son buenas también pa hacer gimnasia con la mente. Kubik Fabrik, repito, doctora. Yo salí consciente, más consciente, de mi alienación, y consciente también de que en la vida les gusta que nos alineemos y tod@s tenemos tendencia a alienarnos, pero que no debemos olvidar de que, para meter gol, hay que desmarcarse de la alineación.»

Huesos de aceituna

Ella asomó la cabeza por la ventana y vio una inmensa multitud de gente apiñada en las calles. Hasta donde sus ojos alcanzaban, hasta la esquina de la tienda del embutido y más allá, no cabía un alfiler. Una muchedumbre ocupaba los dos carriles de la avenida, sin pronunciar en apariencia una palabra. Marchaban mujeres y hombres, niños y ancianos, hasta el parque del bulevar, donde se erige la estatua a una antigua alcaldesa de la ciudad. Ella pensó que semejante muchedumbre se juntaba para celebrar en un escalofriante silencio la obtención de alguna copa de fútbol, o de tenis, más de repente reparó en que estas prácticas deportivas las había prohibido un gobierno allá por la segunda mitad de siglo, cuando se consideró proscritos todos los deportes que implicaran contacto con objetos esféricos. Quizá la enigmática concentración se debía al fin del paro obrero en la ciudad. Debía de ser eso: la consecución del pleno empleo que pregonaba la propaganda oficial del régimen triufante, que cumplía ya innumerables lustros en el poder. Pero, oh, pero qué idiota, si cayó en la cuenta de que en la ciudad llevaban todos sin trabajo más de quinientos años. Se pegó una palmetada en la cabeza y sonó a hueco, con algo retumbando dentro (¡cloc!, ¡cloc!), como el ruido que hacen los huesos de aceituna secos dentro de una lata. Pobre idiota, nunca se enteraba de nada.

El bus que portaba a la selección española, el pasado lunes por la tarde en el barrio de Argüelles (Madrid)
El bus que portaba a la selección española, este lunes en Argüelles (Madrid)

Muerte de un revolucionario


Se cumplen hoy veinte años de la muerte de un revolucionario, José Monge Cruz, Camarón de la Isla, que galvanizó el mundo del cante y lo abrió a las generaciones más jóvenes, entre quienes, modestamente, me incluyo. Veinte años de la desaparición de un visionario que maridó el flamenco con otros géneros, haciendo caso omiso de los puristas y los puretas, y llegó a altísimas cotas de belleza y hermosura. El cante de Camarón, ahora que ya han pasado veinte años de casi todo, no ha perdido un ápice de magia, de arte y de frescura. Reescuchar La leyenda del tiempo, con esos toques de jazz y de rock, es como recibir una descarga eléctrica, una tormenta de verano en este comienzo de julio. Su voz reúne la rabia, el misterio y la alegría de vivir. Larga vida al maestro.