La isla infinita

Un rincón del parque de Anaga
Un rincón del parque de Anaga

El mundo vertical está plagado de simas, barrancos y cumbres. Hay planicies, sí, pero son apenas un suspiro y un señuelo en este universo vertiginoso. De la inhóspita cima del rey de los volcanes a las exuberantes selvas del noreste: bravos contrastes sin fin en un territorio en apariencia tan pequeño para los que venimos de los viejos reinos peninsulares. Mares embravecidos, olas que agitan la costa. Vientos alisios que no superan la muralla de montañas. Cielos nublados, panza  de burro, y apenas unos kilómetros más abajo un sol deslumbrante. Comarcas del norte insular que se asemejan en su verde al verde del norte peninsular. Flores nunca vistas, frutas de sabores que no tienen nada que ver con lo que encuentras en los mercados de la capital. Papas de todos los colores, pescados de nombres exóticos que solo se pueden capturar en aquellos mares. Gentes tan dulces y amables como Marina y Paul, que nos acogen a mí y a Estrella en su casita encantadora, en la que uno duerme con la puerta abierta y el perfume de la higuera del jardín como mejor compañía e insuperable abrigo. Lugares que fueron escala final hacia América, y puerta de entrada en Europa de mercancías y gentes de allende los mares, en un flujo incesante, un ir y venir entre los dos mundos.Una ciudad que fue modelo para otras muchas que se fundaron luego en América Latina. Sol, agua, brumas, tierra, salitre. Para tener unos límites tan definidos por el mar y las olas, Tenerife, la isla infinita, no acaba nunca de conocerse.