
Me dijo ayer mi hija Estrella: “¡Qué guachi que pudieras saludar a uno de tus artistas favoritos!”. Fue su respuesta cuando le comenté que, el pasado sábado, había tenido oportunidad de darle un abrazo a Ramón, a Ramoncín, cuya música –con la de otros muchos, pero que no son tantos al final-, forma parte de la banda sonora de mi vida, la sinfonía de canciones que nunca me ha abandonado. A Ramón pude darle un abrazo, a modo de pequeño y humilde reconocimiento a un gran artista que ha sido tan injustamente denostado y menospreciado durante muchos, demasiados, años, algo que no comprendí nunca y que solo se entiende por la saña y la inquina que en este país somos tan dados a producir. Se nos da como hongos tirar por tierra a alguien en esta sociedad que tiene rasgos atávicos cuando se pone manos a la obra para generar odios contra alguien. A mí me dieron igual los dimes y diretes estúpidos. Siempre me gustó la música de Ramoncín, el artista al que de siempre le recuerdo dar conciertos tan intensos y generosos como el del pasado sábado en la Sala Joy Eslava de Madrid: dos horas y media de recital, ahí es nada. La misma o similar duración de los conciertos que le escuché cuando era más joven. Y la misma o similar duración que estoy seguro que seguirán teniendo los conciertos que me quedan por escuchar de él. A alguno tendré que llevar a mi hija Estrella, cuando sea un poco más mayor, para que vibre con los himnos de rebeldía y libertad que representa el rock and roll con la R mayúscula de Ramoncín. ¡Yo creo que te gustará, Estrella! Y seguro que a Ramón también le gustará ver cómo su música trasciende generaciones.