Cuento pascual

Un paso de Semana Santa
Un paso de Semana Santa

«Dejando deambular su mirada entre la multitud agolpada en las calles de cualquier ciudad de cualquier Semana Santa en España, el Nazareno se topó con aquellos ojos que observaban desde abajo el paso procesional que lo llevaba al monte del calvario: unos ojos escondidos entre el gentío gris, pero refulgentes como dos gemas en la noche. Condenado a muerte por el poder gobernante, el Nazareno supo que era peor el destino que le esperaba: el de quedarse pronto ciego tras haber descubierto aquellos ojos piadosos, profundos, majestuosos, que le concedían un perdón eterno y en los que él podría haber encontrado cobijo de por vida. Pero ya era tarde, y la última estación le aguardaba, privado como iba a estar un poco más tarde de aquellos ojos.»

¡Toc, toc! Ejem, perdone usted la intromisión, narrador ominisciente. Pero es que no soy yo creyente y los capirotes y demás fantasmagorías de estos días me dan más miedo que otra cosa desde que era pequeño. El caso es que me ha gustado el arranque de esta historia: el encuentro del Nazareno con esos ojos, y la angustia más profunda de saber que jamás los volvería a ver. Pero, ¿y si la historia, por una vez, cambiara y tuviera otro desenlace, más terrenal? Déjeme la pluma, que voy a escribir yo el final del relato del Nazareno con esos ojos. Permítame:

«»Encuentro esos ojos y me quedo sin ellos, y el que dice ser mi padre me dice que no me atormente más, que me promete una vida eterna después del calvario», caviló el Nazareno. «Pues mira, papi, hasta aquí hemos llegado: no quiero ninguna vida eterna si no voy a ver más esos ojos. Anda y búscate otro perrito que te ladre, pater, que me apeo del paso pero ya», concluyó sin más vacilaciones. El Nazareno cobró vida real, se incorporó del paso, soltó el lastre de la cruz y saltó al asfalto. La multitud de fieles que seguía la procesión, que tanto decía quererle, huyó despavorida sin decir amén. «Anda, la hostia, tanto me quieren y se piran corriendo. No hay dios que entienda a estos pav@s mortales», repensó. En pie frente a él, escrutando el silencio para su felicidad, solo se mantuvieron aquellos ojos redentores.»

La risa vence al miedo

Senses / by Norma Desmond
Senses / by Norma Desmond

La alcaldesa de aquel pequeño pueblo del interior de La Mancha regentó años ha una farmacia. El mundo aquel de drogas legales e ilegales lo dejó tiempo atrás, cuando decidió dar el salto a la política, animada por la numerosa clientela que siempre vio en ella dotes para el liderazgo del común de los mortales. Así que colgó la bata blanca en una alcayata de la parte de atrás de la farmacia, se presentó a las elecciones y sin fórmulas magistrales se alzó con el bastón de mando del pueblo. El negocio se lo traspasó al mancebo y su novia, licenciada en Farmacia, que desde entonces lo han llevado. Ella apenas volvió a entrar, salvo para comprar las pastillas contra la alergia al polen cuando llega la primavera. Pero hace unas semanas, se sobresaltó. Ocurrió que recibió una llamada de su exfarmacia, informándole de la cantidad de tranquilizantes y ansiolítocos que se están despachando para calmar los nervios de la población. No dan abasto, le contaron. La alcaldesa pidió informes, se preocupó, atendió a las estadísticas y se entrevistó con las asociaciones que le hablaban de la desesperación de su pueblo. Hace unos días juntó a los vecinos en la plaza Mayor. Se asomó al balcón y por la megafonía se dirigió a sus paisanos y paisanas, a quienes conoce casi que por el nombre de pila. Los ve abatidos, asustados. «¿Quién de vosotros tiene miedo, sufre, padece, siente que la tierra se le abre cada día bajo los pies en esta maldita crisis?», les pregunta. Un mar de manos se alza ante ella. «¿Y qué podemos hacer?», agrega. No hay respuesta. De repente, en la esquina de la plaza un grupo de niños de seis o siete años se echa a reír, a carcajadas locas, como ríen los locos bajitos cuando son felices, a mandíbula batiente. Y una carcajada espontánea agita toda la plaza y devuelve, por un instante, la ilusión de que todo irá a mejor, de que la risa puede vencer al miedo.

Huesos de aceituna

Ella asomó la cabeza por la ventana y vio una inmensa multitud de gente apiñada en las calles. Hasta donde sus ojos alcanzaban, hasta la esquina de la tienda del embutido y más allá, no cabía un alfiler. Una muchedumbre ocupaba los dos carriles de la avenida, sin pronunciar en apariencia una palabra. Marchaban mujeres y hombres, niños y ancianos, hasta el parque del bulevar, donde se erige la estatua a una antigua alcaldesa de la ciudad. Ella pensó que semejante muchedumbre se juntaba para celebrar en un escalofriante silencio la obtención de alguna copa de fútbol, o de tenis, más de repente reparó en que estas prácticas deportivas las había prohibido un gobierno allá por la segunda mitad de siglo, cuando se consideró proscritos todos los deportes que implicaran contacto con objetos esféricos. Quizá la enigmática concentración se debía al fin del paro obrero en la ciudad. Debía de ser eso: la consecución del pleno empleo que pregonaba la propaganda oficial del régimen triufante, que cumplía ya innumerables lustros en el poder. Pero, oh, pero qué idiota, si cayó en la cuenta de que en la ciudad llevaban todos sin trabajo más de quinientos años. Se pegó una palmetada en la cabeza y sonó a hueco, con algo retumbando dentro (¡cloc!, ¡cloc!), como el ruido que hacen los huesos de aceituna secos dentro de una lata. Pobre idiota, nunca se enteraba de nada.

El bus que portaba a la selección española, el pasado lunes por la tarde en el barrio de Argüelles (Madrid)
El bus que portaba a la selección española, este lunes en Argüelles (Madrid)