Aprovechando que el trabajo me dio ayer un respiro vespertino y no salí demasiado tarde, intenté ir a las rebajas de las salas cinematográficas madrileñas de la tarde de los miércoles, pero la cosa estaba muy petada, así que tiré para casa. Y aproveché para ver una película que tenía pendiente y que me encantó, Amour, de Michael Haneke. Sí, es de hace un tiempo (no tanto tiempo), pero es que a mí me gustan y yo veo con frecuencia cosas de hace un tiempo; leo cosas de hace tiempo; escucho cosas de hace tiempo. Porque es imposible estar al cabo de la calle de todo cuanto ocurre, y porque esa obsesión por la inmediatez y por el aquí y el ahora nos va a volver locos. Es demasiado lo de tanto aparato y tanta pantallita sobrevolando nuestras vidas vinculadas al presente y al futuro inmediato. Amour, una película de 2012 (no tanto tiempo), te retrotrae a las cosas más básicas de la vida, al amor apasionado y a los límites de este con la muerte. Por cuestiones personales, Amour me retrotrajo al fallecimiento, no hace tanto, de un queridísimo ser querido, a la muerte de mi madre. Es una película sobre el hecho de haber sufrido y seguir sufriendo como mejor testimonio de que sigues vivo.
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Tierna carcajada para recibir 2013
La magia de los días uno de enero es que no se oye nada en este barrio sureño de esta gran ciudad de Madrid. Ni un ruido. Apenas ni un suspiro. No suenan los coches. En las escaleras no hay pasos apresurados. El portal apenas se abre, ni se cierra. El tiempo parece detenido como en la plaza Mayor de Mondoñedo, una ciudad de Lugo que solía visitar cuando trabajaba en Galicia. Todo permanece silente este 1 de enero de 2013 y la existencia del día de Año Nuevo transcurre de puntillas, sin querer molestar. Tampoco se oye a los vecinos, ni se escuchan ruidos de televisor, ni por la escalera se cuelan aromas de las cocinas de este bloque de pisos. Es una calma y una declaración de paz, de enterrar el hacha de guerra de la realidad, que dura veinticuatro horas, horas veinticuatro: nada, un instante en la vida de la ciudad. No circula agua por las tuberías, no suena el teléfono, no hay portazos. Qué paz, qué sensación de balneario. Siempre es así, y hoy también lo ha sido, con un detalle mágico: el único ruido que he percibido hoy ha sido la carcajada de un bebé que vive justo debajo, un crío de apenas unos meses cuyos padres son inmigrantes salvadoreños. No es justo llamarlo ruido. Ha sido una escandalosa carcajada de bebé de esas contagiosas porque son tan tiernas, tan dulces y tan prolongadas; una muestra de alegría tan pura y tan sincera de alguien que acaba de llegar al mundo. Quién sabe si será una señal para este 2013 y ojalá que no se cumplan los malos augurios y que el año nuevo, también, nos depare una carcajada tan rica como la del bebé de mi piso de abajo, o al menos que nos haga sonreír entre tanto llanto. Vamos a por ello y, venga, por qué no, ¡hagamos entre tod@s que suceda!

Muerte de un quiosco

Pues se acaba el año 2012 y termina con una mala noticia: el quiosco de prensa del barrio donde vivo desaparece hoy para siempre. Sí, sé que es una tontada al lado de la cantidad de grandes calamidades que nos afligen, pero, oigan, a mí me da tristeza. Porque reparo en que en los barrios obreros de Madrid, que son los que sostienen el alma de esta gran ciudad, van desapareciendo poco a poco estos establecimientos que antes eran tan habituales, como los olmos que acabaron muriendo víctimas de grafiosis en los últimos años. Pienso en la lenta y silenciosa desaparición de los quioscos que con frecuencia habían sido un modesto, pero importante, foco de influencia cultural en barrios madrileños tan privados a menudo de servicios, cuando no existía la Internet ni nada que se le pareciera, con aquellos quiosqueros con los que comentar las noticias e intentar enderezar la realidad tras un vistazo rápido a las portadas de las publicaciones. Recuerdo, de temprano adolescente, la ilusión que me hacía ir a buscar solo, sin compañía de mis padres, el periódico de los domingos al quiosco de Carabanchel Alto donde me crié: esa sensación de libertad de ir al encuentro del ejemplar impreso de El País y volver a casa echando un vistazo ansioso a sus páginas. Hubo un quiosquero hace muchos años en Francia que se llevó el premio más insigne de las letras galas, el Goncourt. Pero da igual. Un buen día cierran, al siguiente los desmontan y como prueba de su existencia -en muchos casos estuvieron ahí decenas de años- solo queda la plataforma de hormigón donde se aposentaron, a modo de túmulo funerario. Los periódicos pasan a ser despachados en esas tiendas multiusos que lo mismo te venden peluches como una chuche, sin mayor entusiasmo. Cierran el quiosco de la esquina de mi barrio, en donde todas las mañanas compraba mi barra de pan, mi periódico, antes de que me engullera la boca de Metro que está justo al lado y que me conduce por sus entrañas hasta escupirme cerca de mi trabajo. Sí, es una tontada, pero me da pena, porque es también una señal del declive de los medios impresos, algo doloroso para quienes trabajamos en este negociado de la comunicación. El quiosco que por desgracia tantas malas noticias ha dado en los últimos tiempos se ha convertido él mismo en noticia y ha acabado pereciendo en estos días oscuros para la prensa (con los propios periódicos en papel con un futuro incierto). Ojalá en 2013 volviera a resurgir y a abrir sus puertas, pero me temo que no será así y que lo añoraré, como el tocón de un olmo muerto por grafiosis evoca un tronco y unas ramas desaparecidas para siempre.
PD.- Este humilde blog, según me cuenta WordPress, ha tenido casi ocho mil visitas en 2012, durante el cual escribí un centenar de posts. Faktuna, cuyo nombre surgió de una idea de mi hija, acumula casi 29.000 visitas en sus tres años de existencia. Gracias a todo@s los que me seguís: a tod@s os deseo que en 2013 comencemos a ver un poquito de luz y que la cosa vaya lo mejor posible. ¡Feliz año nuevo!