Una modesta villa que se convirtió en capital de un imperio

Ermita de Carabanchel
Ermita de Carabanchel

Singular es la historia de esta ciudad de Madrid, poco menos que una modesta villa en sus orígenes que con el tiempo devino en capital de uno de los imperios más formidables de la historia.

Del humilde origen de lo que luego fue Villa y Corte da fe el edificio en pie más antiguo de la ciudad, una ermita mudéjar del siglo XIII que frecuentó San Isidro y que puede visitarse en mi querido Carabanchel natal. Se ubica en un entorno ya poblado en tiempos prerromanos, y cerca, muy cerca de ella se encontró el bonito mosaico romano de las cuatro estaciones que puede verse en el Museo de San Isidro, una de las piezas más importantes de su género en Madrid.

Parte del friso con los símbolos del reino de Castilla
Parte del friso con los símbolos del reino de Castilla

La modesta iglesia de Nuestra Señora de la Antigua, con su gallardo campanario y su mampostería de ladrillo, conserva en su interior unas interesantes pinturas mudéjares que reproducen las armas del reino de Castilla: castillos y leoncitos policromados, tan monos ellos. Y es bien curioso cuando se piensa en que entonces esto no era más que una modesta población posiblemente en el medio de la nada, que por esos caprichos de la historia se convirtió en su capital en 1561 por decisión de Felipe II.

Junto a esta iglesia (interior visitable los sábados a las 11:00, coincidiendo con la misa semanal), pegada a la urbanización de Eugenia de Montijo, se levanta un cementerio parroquial. Y un poco más allá está el inmenso solar de lo que fue cárcel de Carabanchel, símbolo de la represión franquista, demolida hace años. Los castillos y los leoncitos de la iglesia se han mantenido ahí a lo largo de los siglos, impasibles a los avatares de la historia, recostados bajo las vigas del coro, aunque muy poquita gente se acuerde de irlos a visitar.

Apagar las luces, encender el cielo

Lluvia de perseidas
Lluvia de perseidas

La tía Carmen apagó en la medianoche del viernes las luces del patio y encendió las del negro cielo castellano para que se pudieran distinguir con claridad las perseidas y el resto de acompañantes celestes. Al poco tiempo del OFF de una cosa y del ON  de la otra, en el firmamento emergió una estrella fugaz. Fue un instante mágico, fulgurante: apenas unos segundos, tal vez incluso menos, pero suficientes para que la retina atrapara la trayectoria de la flecha estelar y del haz verde que dejó detrás como prueba de su existencia. Es verdad que la España interior se vacía y que los pueblos de donde provenimos los descendientes de tantos y tantas pierden gentes y servicios. Pero el firmamento de esa parte del país se sigue cuajando de estrellas cada noche, gracias a milagros como el de Carmen de apagar las luces para encender el cielo, y nos recuerdan que también abajo hay toda una tierra maravillosa llena de gente con muchas cosas que contar y que enseñar a los que venimos de barrios de grandes ciudades que antaño no dejaban de ser poblachones castellanos, manchegos, extremeños. Tierras que engendraron estrellas humildes, bondadosas y sencillas como mi madre, que dejó su pueblito segoviano para irse a la gran capital en los tiempos de la España franquista y cuyo rayo verde (o azul; la belleza de tus ojos es difícil de describir, mamá) nunca cesa de acompañarme a pesar del tiempo transcurrido desde su marcha prematura.

Memoria de los afectos

Castilla
Castilla

Volví al lugar en el que pasé muchos veranos de mi infancia. Recorriendo lugares familiares, me di cuenta de cómo cambia la percepción de las cosas con el transcurso del tiempo. Aquella casa que imaginaba tan grande y lustrosa, es mucho más modesta ahora que la veo, y está en la esquina de una calle que es diminuta en comparación con el recuerdo que guardaba de ella. Una laguna que en mis sueños surgía como una gran cristalera de agua en medio de un campo verde de Castilla aparece ahora como una reducida charca sombreada con unos pocos álamos. Pero hay memorias, en cambio, que con el tiempo se engrandecen: los afectos, el recuerdo de la mano de mi madre agarrando la mía cuando nos llevaba a recorrer su pueblo, a buscar níscalos y manzanilla, según la temporada, por los pinares cercanos en los que ella también jugaba cuando fue cría… Todo el amor que nos dio… La memoria del afecto no dejará nunca de crecer.