
La tía Carmen apagó en la medianoche del viernes las luces del patio y encendió las del negro cielo castellano para que se pudieran distinguir con claridad las perseidas y el resto de acompañantes celestes. Al poco tiempo del OFF de una cosa y del ON de la otra, en el firmamento emergió una estrella fugaz. Fue un instante mágico, fulgurante: apenas unos segundos, tal vez incluso menos, pero suficientes para que la retina atrapara la trayectoria de la flecha estelar y del haz verde que dejó detrás como prueba de su existencia. Es verdad que la España interior se vacía y que los pueblos de donde provenimos los descendientes de tantos y tantas pierden gentes y servicios. Pero el firmamento de esa parte del país se sigue cuajando de estrellas cada noche, gracias a milagros como el de Carmen de apagar las luces para encender el cielo, y nos recuerdan que también abajo hay toda una tierra maravillosa llena de gente con muchas cosas que contar y que enseñar a los que venimos de barrios de grandes ciudades que antaño no dejaban de ser poblachones castellanos, manchegos, extremeños. Tierras que engendraron estrellas humildes, bondadosas y sencillas como mi madre, que dejó su pueblito segoviano para irse a la gran capital en los tiempos de la España franquista y cuyo rayo verde (o azul; la belleza de tus ojos es difícil de describir, mamá) nunca cesa de acompañarme a pesar del tiempo transcurrido desde su marcha prematura.
Muy bueno, Antonio. Me adhiero, sin parpadear, a las reivindicaciones estelares castellano manchegas.
A ver si escribes más, que lo hace muy bien. 🙂