Amaneceres infantiles

Pesadillas
Pesadillas

Cuando uno es niño las noches se pueblan de trasgos, monstruos y brujas, que no se van del todo a pesar de que haya una lamparita que dé luz al lado de la cama. Más bien al contrario, porque la lamparita tiene por costumbre arrojar sombras con formas caprichosas que, no se sabe cómo lo hacen, pero siempre se asemejan a seres fantasmagóricos. Qué miedo. Y meterse debajo de la sábana y las mantas (hoy, del edredón) tampoco ayuda, aunque consuele, porque los seres raros siguen ahí afuera acechando al otro lado de la tela, debajo de la cama o subidos a la estantería de los cuentos, que en sí mismos son formidables contenedores de sueños y pesadillas. Solo la llegada de nuestra madre, al requerimiento de nuestra voz o de nuestro llanto, espanta las bestias y ahuyenta los temores. Mi madre, la madre de cada cual, su cálida voz con propiedades balsámicas, sus manos siempre llenas de caricias tranquilizadoras, que corre a arroparnos o a darnos un beso de hola al mundo matinal, de adiós a las sombras, de triunfo de la luz, de bienvenid@ al amanecer.

La mirada

Mirada
Mirada

«Venimos al mundo, doctora, desde la oscuridad a la luz y necesitamos calor desde nuestro primer berrido, desde que lo brazos de nuestra madre nos acogen y nos calman. Somos seres sociales, aunque las relaciones sociales sean tan complicadas y fuente de tantos quebraderos de cabeza, doctora, usted lo sabe mejor que nadie. Evitada la gente tóxica, espantada la gente chunga, descontados los indeseables, quedan muy pocas personas. Porque consuela en tiempos de zozobra, en esta época incierta y de futuro por escribir, encontrar la palmada de alguien en el hombro, los dedos de otra persona que se entrelazan en los tuyos por el mero gusto de hacerlo, los ojos de los seres que quieres y que no tienes que buscar, porque son esos ojos los que se topan contigo y siempre están ahí como faros en la noche para evitar que nos demos de cabeza con la escollera. La mirada, las miradas de las pocas personas que en verdad uno tiene cerca, de algunas que también se fueron, que son una luz entre las tiniebas y que iluminan mi mundo y el pequeño mundo de cada cual. En esta era de la rapidez, de las prisas, del vistazo, yo valoro la mirada. Las miradas que te muestran el camino y que te anclan la cabeza para evitar que eche a rodar; las miradas que no quiero perder de vista. Son estas pequeñas cosas las que hacen grande la existencia.»

Pedaleando

Patines
Patines

«Mi madre me dijo que nunca dejara de pedalear. Que pedaleara fuerte, fuerte, cuando comienza la subida de la loma de la salida del pueblo, en la carretera que lleva a la vega, y que me dejara llevar por la bici cuando comenzara el descenso. Me dijo que no me acalorara cuando apretase el sol, que me cubriera la cabeza y que llevara siempre mi cantimplora. Mi madre se fue, y nunca supo si yo llegué a manejarme en la bici. Porque ocurre que siempre que aprendía a guardar el equilibrio y a conducirme con propiedad, a finales de verano, enseguida llegaba el frío y se acortaban los días. Dejaba de salir por el pueblo con la bici, y se me olvidaba cómo pedalear durante los meses oscuros. Así que cada verano, cuando volvía el color y la calor, tenía que repetir el rito de encaramarme en el cacharro, aprender a guardar el equilbrio y tirar para adelante esquivando los obstáculos que la vida te pone por delante. Han sido tantos años así que nunca he aprendido a montar bien del todo. Este año que el verano se está prolongando tanto y que todavía sigo usando la bici, este año que me está dando cuartelillo, igual lo consigo y logro aprender sin que se me olvide luego. Claro que mis amigos dicen que la bici ya no se lleva; que ahora lo molón son los patines. Hay que joderse. Así es la vida.»