Instantáneo

Café soluble
Café soluble

«Mis miedos y temores se diluyen de manera instantánea cuando estoy en este diván suyo, doctora, pero no del todo; siempre me queda un poso, como el café. Me despierto por la mañana y me abandono entera a un rápido instante de placer instantáneo, que desaparece de forma instantánea en cuanto pongo la radio con las noticias de los boletines, el primer bofetón automático de realidad. Con el agua de la ducha cayendo instantánea sobre mi cabeza repaso todas las cosas que debo hacer durante el día y no haré, pienso en todas las cosas que hice en mi vida hasta ahora y las que me quedan por hacer (¿las haré?). Cuando tengo algo de tiempo agarro la guitarra y grabo mis ocurrencias instantáneamente en un magnetofón casero, antes de salir a la calle. Tomo un café soluble con unos sobaos pasiegos y bajo las escaleras, para ser disuelta como un azucarillo en la multitud que viaja en el metro, instantáneamente, de un punto a otro de la ciudad. Antes de venir a la consulta estuve en el restaurante asiático de la esquina, recién reformado, al que antes iba mucho, y salí con una sensación agridulce porque la reforma no me acaba de convencer. Es la misma sensación, doctora, que tengo cuando estoy en este diván: lo echo de menos cuando no vengo a consulta, y lo echo de más cuando estoy aquí, porque aunque usted me alivia, no me acabo de curar del todo; todo en apenas un instante.»

Confusiones cotidianas

Confusión
Confusión

«Seguro, doctora, que a usted le ha pasado en alguna ocasión: llegar al torno del Metro e intentar franquearlo haciendo ademán de meter la llave de casa. El caso contrario es más raro: llegar a la puerta de casa e intentar abrirla con el cupón del abono transporte, pero puede darse, aunque a mí no me haya sucedido. Total, son confusiones que forman parte de nuestra vida cotidiana. A veces, en el quiosco, me he confundido y he pagado el periódico que leo desde hace años con el vale de comida que me entrega la empresa, en lugar de entregar el cupón correspondiente como suscriptor, y lo raro es que el quiosquero no me ha dicho nada. Bueno, al final estamos hablando de lo mismo: nutrientes, unos alimenticios, otros informativos. También me ha pasado darle un beso a mi jefe creyendo que es mi esposa, y estrechar la mano de mi esposa confudiéndola con mi jefe. A veces incluso me levanto por la mañana, me miro en el espejo y veo a un señor que dice ser yo, aunque yo hace años que no conozco ese careto. Menudo lío, doctora.»

La mala educación

Sonrisa
Sonrisa

Hay rostros -rostros duros, caraduras- que temen cuartearse si sonríen al prójimo o simplemente le dicen hola o buenos días. Rostros -rostros duros, caraduras- que nunca dan las gracias por algo, o que miran hacia otro lado si una embarazada entra en el metro: no van a levantarse ellos a ceder su asiento, con la vida tan dura que llevan. Rostros -rostros duros, caraduras- que nunca reconocen el esfuerzo ajeno. Qué lástima. Qué pobreza de alma. Qué mala educación, que se expande como una plaga en la sociedad occidental de nuestro tiempo. Nos hemos vuelto más deshumanizados, y la renuncia a unos principios básicos de educación -que empieza por el mínimo respeto a tu prójimo- es una de las principales señas de esta realidad. A esos rostros duros, caraduras, hay que pedirles un poco de empatía con sus semejantes, aunque ya sepamos que ellos están por encima de estas debilidades y no sienten por qué tienen que saludar, dar las gracias, reconocer el esfuerzo ajeno o ceder el asiento del metro a una embarazada, no vaya a ser que les salgan arrugas en las comisuras de los labios, además de las que sin duda ya tienen en el alma.