Esté usted tranquilo

Espanto
Espanto

Extrañas voces agitan el fondo de la tierra en ese no menos singular paraje llamado Valle de los Caídos. «¡De aquí no me saca ni dios!» y «¡Ni dios me sacó de España durante un cuarenta años, no me van a sacar ustedes!» son algunos de los alaridos registrados en las psicofonías grabadas por los monjes del convento. Todo, parece ser, por la recomendación de la comisión de expertos designada por el Gobierno para el Valle de los Caídos, que propone propone en su informe que los restos de Francisco Franco salgan de la Basílica para que sean enterrados donde decida la familia del dictador. Los despojos pueden estar tranquilos y dejar de chillar, porque la comisión supedita esta decisión a que el (próximo) Gobierno alcance un consenso parlamentario amplio, así como la autorización de la Iglesia al ser la autoridad competente en un lugar de culto. Y está claro que en la nueva Era Pop ni al PP, ni a la jerarquía eclesial este asunto les va a obligar lo más mínimo, así que siga usted durmiendo el sueño de los (in)justos.

El robot

Robot
Robot

«Me compré, doctora, un robot limpiador para que me hiciera compañía. Desaparecida mi familia y los pocos seres que me querían (ahí todavía le incluyo a usted, que sigue escuchándome con suma paciencia mientras me tiendo en en el diván) necesitaba sentir la presencia de algo o de alguien. Y de repente vi en el periódico que también me acompaña desde que era jovencillo una promoción de cupones para conseguir un robot limpiador. Cuando reuní la cartillla y fui a recogerlo, me sentí como un niño con zapatos nuevos. Fue llegar a casa, sacarlo de la caja y ponerlo en funcionamiento, y la dicha fue completa. El robot iba limpiando y encerando toda la casa, en una rutina diaria que parecía no causarle ningún quebradero de cabeza, justo lo contrario de lo que me sucede a mí. Un día le puse un palo y unos ropajes; con una calabaza de juguete le monté una cabeza. Desde ese momento el robot y yo nos damos largos paseos por la ciudad, él limpiando y encerándolo todo, y yo dándole conversación. A veces me lo bajo a Madrid Río, y el robot se ríe (digo yo que se ríe, porque se le encienden todos los pilotos luminosos de golpe) dando sustos a los ciclistas y tirándose al agua para jugar con los patitos del Manzanares, a los que se empeña en abrillantar las plumas. Pegando la hebra con él me doy cuenta de que en las calles hay una plaga de robots que no son tan listos como el mío, doctora, do quiera que uno mire, aunque vayan con traje y corbata y hablen por el móvil.»

Polvorones

Polvorones
Polvorones

La tradición y la costumbre no escritas en la piel de toro establecen que un polvorón, antes de llevárselo a la boca, debe ser estrujado, amasado y aplastado a conveniencia, con el envoltorio de papelillo puesto, para que luego no se desparrame y se desmigaje cuando se le quita el papel y la ingesta sea más cómoda. En esto la sociedad española, tan dada a tener cincuenta opiniones por cabeza y por minuto, cambiantes y contradictorias las unas con las otras, no admite discrepancias. El buen polvorón hay que trabajárselo previamente para que la experiencia sea completa. Nadie sabe dónde está Mr. Depende, que sigue sin emitir señales una semana después de su resonante victoria, pero posiblemente esté recibiendo instrucciones de allende los Pirineos, de Germania o más allá, para ir preparando la masa polvoronosa poco edulcorada, amarga más bien, que los españoles y las españolas vamos a empezar a engullir en breve y sin compasión. Va a ser una receta que pasará a los anales gastronómicos. Y sin masaje previo, que no hay que malgastar esfuerzos.