
«Antes, doctora, tenía un mástil muy alto en el jardín, con una cosa colgando de él. La cosa aquella tenía varios colores y era la admiración del vecindario, pero en sí misma era una lata: con las lluvias de otoño, como las de estos días, no paraba de perder color; la tinta que chorreaba caía sobre los rodondendros y me los ponía perdiditos. Y luego era un coñazo lavarla: cuando la recogía me costaba un huevo doblarla y meterla en la lavadora. ¡No me cabía, doctora! Tuve que comprar una máquina de lavar más grande, con la ilógica inversión en bienes muebles y el consiguiente descuadre de caja. ¿Y lo del viento, qué me dice del viento, doctora? Dios, no dejaba de deshilachar el trapo aquel, y yo venga a remendarlo. Menos mal que me eché una novia de la costa de Lugo que sabía tejer redes y, oiga, aquel romance me permitió que la cosa aquella luciera de lo más apañada, al menos durante el tiempo que duró el lío (que tampoco fue mucho; no hay dios que me soporte, usted ya lo sabe). ¿Y lo de plancharla? Qué pesadez. Las pasaba canutas para dejarla sin arrugas. Era un verdadero tostón la bandera aquella, sí, así que un día dejé de izarla en el mástil. Pero, ya le digo, eso fue antes, cuando tuve aquella fiebre patriótica. Un día se me pasó la vena, de golpe, y no la colgué más. No sé bien qué destino le di al trapo; creo recordar que hice unos manteles para los sobrinos. Ahora uso el mástil para orear jamones y lomos ibéricos, que, ¿sabe usted, doctora?, son patrimonio común de todos los habitantes de esta piel de toro, sin banderas por medio, que son un engorro más que otra cosa. Oiga, ¡el jamón ha salvado más vidas que la penicilina! Llegué a escribirle al presidente para proponerle que se convirtiera una gran loncha de chacina en verdadera enseña nacional, pero, escuche, no me hicieron ni puto caso. Doctora, ¿tiene usted mano con el Gobierno?»