
«Fui guardia civil en los 50, años duros. Soy de un pueblecito de Córdoba. Me gustaba el cuerpo. Cuatro años de dura formación en Valdemoro. Me destinaron a Asturias, el lugar en donde los mineros habían fusilado a mi padre. Qué lugar tan gris. Hacíamos patrullas, en parejas, por las carreteras, uno en cada lado. Perseguíamos a los maquis, perseguíamos a las sombras. Y el sirimiri aquel, impenitente, penetrando hasta los huesos. El tricornio calado, asegurado con el barboquejo, la capa echada, el pistolón… Casi siempre todo negro. Había algún día de risas. Recuerdo una noche. Patrullábamos cerca de Ribadesella. Le dimos un «¡alto, quién vive!» a un grupo de hombres. Borrachos; venían de juerga. Nos gritaron: «Vosotros los guardias sí que vivís bien, que tenéis economato». Nos echamos a reír. Hasta se carcajeó mi compañero, que era un cabo gallego que gastaba una mala hostia… Ganaba 625 pesetas. Llevaba la mochila llena de latas de sardinas, para cuando recorríamos los montes. Un día me harté. Me dijo mi cabo que le tenía que pegar a un gitano, que no había hecho nada. Pegarle a alguien. Qué hago aquí. Qué significa todo esto. Yo no estoy aquí para pegarle a nadie. Fui al comandante del puesto. Le dije que rompía mi compromiso con el cuerpo. Le devolví la pistola. Volví a Córdoba. Desde entonces, a lo único que le pegué es a los olivos, para varear la aceituna. También son verdes. Me recuerdan al cuerpo.»