El Principito vs talibán

El Principito
El Principito

Cuando pienso en uno de los libros que más te pueden influir en la infancia, y en la no infancia, se me viene a la cabeza uno de forma inmediata: El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, del que mi mujer me recordaba el otro día que tenemos que ir buscando una edición infantil para mi hija Estrella. Es una historia maravillosa, que sigue dando pie a historias tan maravillosas como la que en fechas recientes contaba el diario El País: «Los militares españoles desplegados en Afganistán jamás pensaron que harían algo parecido (…) No era peligroso, pero sí inusual: han estado repartiendo libros, ejemplares de El Principito de Antoine de Saint-Exupéry traducidos al dari, un dialecto del farsi hablado en ese país. No fue idea del Ministerio de Defensa, sino de una mujer llamada Fuencisla Gozalo, procuradora de profesión, que desde hace años colecciona ejemplares de esta obra en todos los idiomas (…) Buscando nuevas incorporaciones para su librería descubrió la triste historia de un traductor afgano llamado Ghulam Sakhi Ghairat, hoy director de la Escuela Diplomática de Kabul, que en 1977 hizo una pequeña edición del libro en dari (…) «El día de mi cumpleaños le pedí a mis amigos que, en lugar de hacerme un regalo, me ayudaran a financiar una edición de El Principito en dari para repartirlo entre las mujeres y los niños afganos», cuenta Fuencisla (…) «Para repartirlos pensé que podía ayudarnos nuestro Ejército», explica, «y le envié una carta a la ministra» (…) El Ministerio de Defensa le contestó que le parecía una excelente idea (…) Fuencisla no quiso perdérselo y viajó a Afganistán para ver con sus propios ojos a mujeres y niños paseando con su ejemplar. «Ningún niño había podido leer El Principito. Ahora sí. Podrán aprender los valores que enseña el libro: honestidad, lealtad, amistad. El traductor me dijo que lo más importante para garantizar la seguridad en el futuro, para que los niños no terminen en campos de entrenamiento talibanes, es la educación (…)» Los libros son una vacuna contra la intolerancia. Y las bibliotecas y librerías que los albergan, unas farmacias llenas de medicamentos contra las enfermedades del alma.

Escuela de vida

Vida
Vida

La vida no viene con manual de instrucciones. Lo saben y sabemos bien todos los que hemos sido padres primerizos: pero siempre tiene uno amig@s, médicos, revistas, familia, programas en la tele… que te van guiando y que completan lo que muchas veces es sentido común a la hora de tratar a ese nuevo ser. Ahora sé, justo ahora, cuando atravieso una situación familiar delicada, que lo que no viene con manual de instrucciones es cómo enfrentarse a la muerte, que sigue siendo un gran tabú que se rehúye de forma permanente. Y lo es más todavía en esta sociedad de consumo tan brutal, que nos promete que seremos eternamente jóvenes, forever young, en la que la muerte, sencillamente, no existe. Es mentira y, aunque duela y lo ocultemos, la muerte siempre acaba por irrumpir en nuestro pequeño mundo. Yo lo vivo estos días con mucha intensidad: es el trance por el que está pasando una de las personas que más quiero sobre esta tierra, y aunque son tiempos dolorosos, también me siento arropado y reconfortado por el excelente equipo de profesionales de la clínica de cuidados paliativos que le atiende hasta que se produzca el desenlace fatal. Me comentaba este viernes una buena conocedora de este asunto que en los estudios de Medicina de España los cuidados paliativos no tienen aún la relevancia que se merecen. Aludía también a muchos médicos españoles pioneros en este campo, gentes arrojadas que tuvieron que salir del país para aprender fuera lo que se está haciendo en Europa, para luego poderlo poner en práctica aquí. Y nos creemos tan modernos en la piel de toro. A nadie le gusta hablar de la muerte, y menos tratarla, pero es una realidad que nos afecta a todos, más tarde o más temprano. Es loable, por tanto, la decisión que adoptaba ayer mismo el Consejo de Ministros de promulgar una ley de muerte digna y cuidados paliativos, para que los enfermos terminales puedan morir como cualquiera desea: sin dolor y rodeados del afecto de quienes les aman. La muerte, al final, da sentido a la vida. La muerte, al final, es una escuela de vida.

Cuento benemérito

Tricornios
Tricornios

«Fui guardia civil en los 50, años duros. Soy de un pueblecito de Córdoba. Me gustaba el cuerpo. Cuatro años de dura formación en Valdemoro.  Me destinaron a Asturias, el lugar en donde los mineros habían fusilado a mi padre. Qué lugar tan gris. Hacíamos patrullas, en parejas, por las carreteras, uno en cada lado. Perseguíamos a los maquis, perseguíamos a las sombras. Y el sirimiri aquel, impenitente, penetrando hasta los huesos. El tricornio calado, asegurado con el barboquejo, la capa echada, el pistolón… Casi siempre todo negro. Había algún día de risas. Recuerdo una noche. Patrullábamos cerca de Ribadesella. Le dimos un «¡alto, quién vive!» a un grupo de hombres. Borrachos; venían de juerga. Nos gritaron: «Vosotros los guardias sí que vivís bien, que tenéis economato». Nos echamos a reír. Hasta se carcajeó mi compañero, que era un cabo gallego que gastaba una mala hostia… Ganaba 625 pesetas. Llevaba la mochila llena de latas de sardinas, para cuando recorríamos los montes. Un día me harté. Me dijo mi cabo que le tenía que pegar a un gitano, que no había hecho nada. Pegarle a alguien. Qué hago aquí. Qué significa todo esto. Yo no estoy aquí para pegarle a nadie. Fui al comandante del puesto. Le dije que rompía mi compromiso con el cuerpo. Le devolví la pistola. Volví a Córdoba. Desde entonces, a lo único que le pegué es a los olivos, para varear la aceituna. También son verdes. Me recuerdan al cuerpo.»