Verano junto al río asilvestrado

Manzanares silvestre
Manzanares silvestre

Pues, oigan, a mí me gusta que el Manzanares –nuestro río- haya vuelto a ser “navegable a caballo”, como al parecer lo describió un noble extranjero siglos atrás. El proyecto del Ayuntamiento capitalino de devolverle su aspecto silvestre original, de “renaturalizarlo”, ha acabado con esa pinta de canal artificial que tenía antes, que posiblemente fuera muy del gusto de algunos, pero que no era el Manzanares original. El río verdadero de los madrileños, ahora recuperado, presenta un cauce modesto y de poco calado, en el que, gracias a este proyecto de asilvestrarlo, han surgido ya plantas acuáticas y han anidado muchas especies de aves propias de estas tierras en toda una explosión de vida natural que pugna por abrirse paso entre tanto asfalto. Imagino que habrá vecinos que echen de menos el río/canal que estábamos acostumbrados a ver desde los puentes de Toledo, de Segovia o del Rey. Pero a mí me gusta más así este nuestro río, tan alejado de esos otros cauces majestuosos y grandiosos de capitales europeas, pero cuyo aspecto modesto nos recuerda que también Madrid fue originalmente una humilde villa que, por azares de la historia, se convirtió en 1561 con Felipe II en capital de un imperio y que hoy, con todos sus problemas, es una urbe grande y maravillosa, con un río chiquitín y modesto cuyas aguas recuerdan su pasado.

La isla infinita

Un rincón del parque de Anaga
Un rincón del parque de Anaga

El mundo vertical está plagado de simas, barrancos y cumbres. Hay planicies, sí, pero son apenas un suspiro y un señuelo en este universo vertiginoso. De la inhóspita cima del rey de los volcanes a las exuberantes selvas del noreste: bravos contrastes sin fin en un territorio en apariencia tan pequeño para los que venimos de los viejos reinos peninsulares. Mares embravecidos, olas que agitan la costa. Vientos alisios que no superan la muralla de montañas. Cielos nublados, panza  de burro, y apenas unos kilómetros más abajo un sol deslumbrante. Comarcas del norte insular que se asemejan en su verde al verde del norte peninsular. Flores nunca vistas, frutas de sabores que no tienen nada que ver con lo que encuentras en los mercados de la capital. Papas de todos los colores, pescados de nombres exóticos que solo se pueden capturar en aquellos mares. Gentes tan dulces y amables como Marina y Paul, que nos acogen a mí y a Estrella en su casita encantadora, en la que uno duerme con la puerta abierta y el perfume de la higuera del jardín como mejor compañía e insuperable abrigo. Lugares que fueron escala final hacia América, y puerta de entrada en Europa de mercancías y gentes de allende los mares, en un flujo incesante, un ir y venir entre los dos mundos.Una ciudad que fue modelo para otras muchas que se fundaron luego en América Latina. Sol, agua, brumas, tierra, salitre. Para tener unos límites tan definidos por el mar y las olas, Tenerife, la isla infinita, no acaba nunca de conocerse.

Camión y ojos claros

Camión
Camión

Vivir en la carretera tiene mucho de épica. Y mucho más todavía de estética. Cuando se ve desde fuera, claro. Eso de viajar en pos del horizonte inalcanzable, los puntos cardinales que nunca acaban de llegar y todas esas cosas. Mucho material para canciones y novelas, pero poco de real cuando trabajas a destajo, como yo, conduciendo un camión de mercancías por todo el país. Me dedico a llevar un camión de gran tonelaje, que carga mercancía –fruta, verdura y madera, sobre todo- en esta comarca de la España interior, y luego la distribuye a Mercamadrid y a los otros muchos merca-algo que han proliferado por la piel de toro. Llevo el camión y el camión me lleva a mí, ya no sé muy bien cómo describirlo. Me cansa mucho esto ya, esta actividad que heredé de mi padre y que, aunque nunca me volvió loco del todo, me ha permitido vivir y ganarme la vida honradamente. Me mueve el motor de este camión, pero lo que verdad me mueve es el deseo de reencontrarme, desde que salgo de mi casa cuando salgo –porque a veces no tengo claro cuando regresaré-, el deseo de reencontrarme, digo, con los ojos claros que son el verdadero motor de mi existencia. Son esos ojos que no dejo de ver en todas partes los que me hacen olvidar el cansancio y la penuria de la vida en carretera. Sin esos ojos claros mi motor se pararía para no volver a arrancar.