
Repasando viejas fotos, y no tan viejas, se comprueba cómo el ADN va cincelando nuestro rostro. De partir con formas dulces, propias de un alfarero que modela nuestra cara y nuestro cuerpo al nacer con amabilidad y donosura, el paso del tiempo va endureciendo algunos gestos y surcando arrugas con el arado alrededor de nuestros labios y nuestros ojos. Decía Miguel Ángel que la tarea del escultor era liberar las formas que se encontraban dentro de la piedra. Y algo similar ocurre en nosotros, con desigual fortuna: la herencia genética pugna por salir fuera, por manifestarse, en forma de la nariz de un bisabuelo o del mentón de otra tatarabuela. Así se va esculpiendo nuestro cuerpo y nuestro rostro, que adquieren el barniz definitivo con los brochazos que nos va pegando la vida.