
Compré unas chirimoyas hace unos días. Grandes, lustrosas. Las elegí de escama grande: es un truco que me dio un frutero: las de escama grande son siempre las que tienen menos pipos. Si son de escama pequeña, huye de ellas; no hay dios que las coma; se te atascarán los dientes con tanta semilla y apenas paladearás su carne. Venían las frutas envueltas en papel de estraza y las saqué de él al llegar a mi casa. Las metí en la nevera. Y ahí la jodí: algo alteré en ellas, que no llegaron a madurar bien; algo rompí en su maduración natural, que se corrompió la pulpa y no hubo nadie que se atreviera con ellas. Hubo que tirarlas. Y esto me dio que pensar en la diferencia entre envejecer y madurar. Hay gentes que van envejeciendo por fuera, pero su pulpa se pudre por dentro, o se queda acorchada y no son jugosas al paladar. Que no maduran bien, vaya, por lo que sea. Su envoltorio se va avejentando por fuera, pero por dentro están huecas, acorchadas o, lo que es peor, podridas. Envejecer y madurar no son procesos que vayan en paralelo, pensé. Se trata de crecer por dentro conforme pasa el tiempo, pero no siempre ocurre. Hay que ver lo mucho que el cerebro maquina, y todo a raíz de comprar unas simples chirimoyas.