
Conozco a un tipo que vive en un país que está dividido en dos o tres partes; no lo sé; nunca se me dio bien la geografía a pesar de tener varios atlas por los estantes. Pero sé que hay pobladores de esta nación, en general muy esparcidos de los valles a las montañas, que viven en un permanente estado de cabreo; mejor dicho, en un encabronamiento perpetuo a cuenta de cualquier asunto, aunque tienen algunas fijaciones: las lenguas cooficiales, el serrrrompelanación, el terrorismo, el tabaco, la familia (tradicional), la crisis, el aborto, los condones, el PSOE, Zapatero, Rubalcaba, el precio de la leche o el número de hebras que vienen en el botecito de azafrán Carmencita. Lo que sea vale para alimentar su crispación, y venga y dale y dale y venga, al derecho y al revés, por detrás y por delante. ¿Hay problemas? Por supuesto. ¿Quiere usted arrimar el hombro para ver si salimos todos juntos en vez de quejarse tanto? Hombre, hasta ahí podíamos llegar. Cuanto peor, mejor. Y luego hay otra parte cansada de escuchar este encabronamiento permanente, que a los primeros les permite avanzar, qué duda cabe. Y luego hay otra parte… Y otra… Y otra… España es un Estado, claro, y también es un estado de ánimo.
Vivimos en un país de resignados.