
Si tienen tiempo para ir al cine y quieren pasarse dos horas y media aferrados a la silla, mientras a su alrededor cunde el desasosiego por lo que se ve -y no se ve- frente a sus ojos, hay una película ideal estos días en cartel: La cinta blanca (Das weiße Band, The White Ribbon), del director austriaco Michael Haneke, ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2009. La obra, rodada en blanco y negro, se sitúa en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial, en algún lugar de Alemania, y deja entrever el totalitarismo moral de una sociedad enferma que se ceba con los débiles y que dio paso luego a la monstruosidad histórica que fue el nazismo. Deja entrever, porque lo peor es lo que no se ve y que luego sigue bullendo en el interior del espectador cuando abandona la sala, cuando esa cinta blanca que simboliza la pureza y la virtud se ciñe alrededor del cuello de quien la ha visto. Está ambientada en Alemania, sí, pero podría estarla en otros muchos lugares que han padecido horrores semejantes. Suscita muchas preguntas -sobre el yugo de la religión, sobre los planteamientos morales asfixiantes…-, pero no da respuestas. No les dejará indiferentes.