
«Contemplo desde los ventanales de mi despacho, en la planta 33 de un edificio al suroeste de esta capital, el bullir de las calles en esta tarde soleada, la ciudad postrada decenas de metros más abajo, como una miniatura. Tras un rato de ensimismamiento, los ojos se me van luego hacia una maqueta real de otra ciudad en la que viví hace muchos años; la encontré tirada en el despacho de una compañera. Estaba algo mutilada y llena de polvo, la rescaté y aquí la tengo, al lado del ordenador, de pisapapeles, para que no vuelva a extraviarse. Me imagino las minividas de las gentes en esta maqueta: el ir y venir de Antón al periódico, el camino que Helena seguía para asistir a las clases del instituto, la ruta que hacía la señora Uxía para comprar en el mercado quesos de nabiza y lacones; tiempo ha. Vuelvo la mirada hacia las cotizaciones del Dow Jones y del Ibex 35 de la pantalla; qué apasionante. Y los ojos se distraen de nuevo con la maqueta: creo haber entrevisto una luz encendida en una casita del centro, al lado de la catedral; sí, es una estudiante que se aplica sobre los libros; y de otro edificio de la calle de la Reina me sube un olor a bizcocho recién hecho. Lo único que le falta es que la riegue un poco; este despacho tiene el climatizador a tope, el ambiente está muy reseco y esta maqueta debe añorar las lluvias de la ciudad que representa. Quizá la riegue, sí, y le pinte algún tejado de colorines, para alegrar el gris.»
Quizá alguien mire desde esas ventanas al cielo y se pregunte… ¿habrá un dios allí arriba? Y , amigo mío, aquí arriba, sólo estamos tu y yo, mirando al cielo y haciéndonos la misma pregunta, como las imágenes de un espejo frente a otro…