
El uso del avión se ha convertido en una práctica cada vez más incómoda en casi todo el mundo. Estancias interminables en aeropuertos interminables antes de poder embarcar; colas, despelote y chequeos para pasar por el arco detector (para esto, que venga ya el escáner corporal); mala educación -para qué negarlo- de mucho personal; retrasos injustificados que dan al traste con todas las planificaciones; conflictos laborales abusivos por parte de quienes tienen la sarten por el mango (controladores, pilotos…); espacio diminuto entre los asientos de pasajeros (cualquier día encontrarán más lugares para embutir gente: ¿qué tal la bodega de carga? ¿o el espacio entre los alerones?) … El ansia de volar que ha perseguido al ser humano desde Ícaro nos ha salido cara. El viaje aéreo se transforma con frecuencia en una pesadilla que deja el cuerpo magullado, y uno cada vez ama más el tren y el AVE, tan pacífico y grato en comparación con su hermano alado.