
«Sacudí el mantel sin poder decirle adiós. Fue lo penúltimo que hice cuando giró la espalda, enfiló la salida, pegó un portazo y desapareció… El agitar de mi mantel bordado como despedida. El ruido de sus pasos diciéndome adiós, hasta que se fue desvaneciendo, y él ya no volvió. Tú eras muy pequeña, mi hija, no te acordarás. Habíamos estado cenando los tres, algo rápido, por no cocinar mucho con el calor, y de postre nos dimos un atracón de albaricoques; tú eras muy chica para comerlos, y mira que ahora te gustan y los devoras. Luego vino la discusión, y su marcha. Al sacudir las migas del mantel por la terraza que da al jardincillo que nos sirve de reposo, se ve que alguno de los güitos de albaricoque que se quedó entre los pliegues de la tela cayó en buena tierra, germinó, y tiempo después ahí nació el arbolito, que al final de las primaveras nos da sus frutos entre dulces y amargos, tal cual era su carácter, después de tan pronto florecer cuando llega el buen tiempo. Aquella sacudida del mantel fue lo penúltimo que hice en presencia de él, hija mía. Lo último que hago ahora, cada día, cuando se pone el sol, es regar con abundancia el albaricoquero, el único recuerdo que me queda del amor de él, del que se marchó.»