
José Saramago se ha ido en tiempo de brevas, el primer fruto de la higuera, que llega a las plazas de abastos españolas a mediados de junio y sólo se prolonga unas pocas semanas, y que presagian ya los higos de final de verano, más pequeños y dulces, igual de apetitosos. El escritor portugués vivía en la isla de Lanzarote, que no es precisamente tierra de higueras, y de él siempre recuerdo una anécdota sobre árboles, real pero narrada con su maestría de fabulador como gran autor que era: su abuelo, cuando intuyó que le llegaba la hora de morir, se despidió con un abrazo de cada uno de los árboles que había en su huerto. Ese sentido de fraternidad universal que posiblemente heredó de su abuelo impregnó la obra del Nobel portugués. Sus libros, como los de tantos escritores y escritoras, se enraizan en la tierra y dan frutos como las brevas mediterráneas que picotean los gorriones, pajarillos que suelen reparar en las más dulces, antes de que su almíbar llegue a los anaqueles del mercado y a los estantes de nuestras librerías. Hasta siempre, maestro, desde este rincón de la balsa de piedra.