
Será por el efecto de las misteriosas leyes de la ética, la estética o la física cuántica, pero el mundo se aplana. Los objetos de antaño, hermosos en su tripudez, pierden las formas y se allanan: los platos hondos de ahora son casi planos; los orgullosos abdómenes de televisiones y monitores han perecido a manos de las asexuadas pantallas planas. Los cuerpos… Los cuerpos también se aplanan por las premisas del culto a la moda: pierden fuerza las turgencias, los muslos torneados y, ¡oh, dios!, las fabulosas barrigas de nuestros próceres que solían lucirse antes con orgullo. El aplanamiento llega a las ideas, a los conceptos y a los balances contables. Y al propio mundo que nos alberga: es sabido que el planeta, de tanto girar, se va achatando por los polos y ensanchando por el Ecuador. Quizá dentro de miles de años -es una conjetura: no estaremos aquí para contarlo- la Tierra habrá perdido toda su redondez para ser una especie de plato llano (al modo en que algunos solían representarla en la antigüedad) cuyo contenido se desbordará por los extremos, arrastrando hacia el vacío infinito a todo lo que se encuentre por delante, sin un dios al que asirse.