
Mucho tiempo atrás tuvo un amigo que, cuando adolescente, en ese tránsito de dolor entre la infancia y la edad adulta, creía interpretar la voluntad de un dios -no tenía muy claro cuál de ellos- a través de los gases de su cuerpo. Sí, era curioso y sin duda herético: el chaval aquel se tumbaba en la cama después de comer y prestaba mucha atención al movimiento de sus intestinos. Mediante esos meneos de su aparato digestivo, él hablaba con su dios; su iglesia estaba en su organismo. Bueno, en estas cosas cada uno es muy libre de perder el tiempo como le apetezca. Hace años que no se ven. No sabe, por tanto, si su amigo acabaría conducido a alguna hoguera, por hereje, convertido en sí mismo en una tea humeante de gas al encuentro con su Creador, o si habrá preferido acabar con sus experiencias gaseosoreligiosas a golpe de Aero-Red.