
Cualquier vagón del metro de Madrid un lunes a primera hora de la mañana es un mar de rostros adormilados, de gentes todavía embotadas que van con cara de pocos amigos a encontrarse con su práctica cotidiana después del fin de semana. Por eso se agradece que haya otras gentes que también retoman su contacto con la semana apostadas en un rincón del intercambiador de transportes, interpretando un bolero, tocando una pieza de música clásica en su violín o rasgueando en su guitarra los acordes del Concierto de Aranjuez con un toque blusero. Son los artistas anónimos que a cambio de unas monedas y una sonrisa -de quien se las quiere dar- hacen más cómodo el aterrizaje en la pista de lo cotidiano, colorean los días grises, aterciopelan con su música las de por sí desabridas paredes del metro y de la vuelta a la rutina.