Felices, libres, iguales

Niño
Niño

Mi hija Estrella y sus compañer@s entran a clase entre un torrente de gritos y risas. Son niños y niñas de corta edad, y el color de su piel y sus apellidos no les importan lo más mínimo: somos los mayores los que creamos los prejuicios. Es una imagen en un colegio público de un barrio de Madrid, claro, porque en los centros concertados (sufragados también con fondos públicos, ojo) y privados estas estampas multiculturales, como se dice desde hace un tiempo, son más inéditas. Mi deseo como padre, como el de cualquiera de los que acompañamos a nuestros niños al cole a esa hora de la mañana, es que crezcan felices, libres e iguales. Pero hace falta mucha inversión pública, y mucha más voluntad política (y desde luego al menos en la Comunidad de Madrid no se ve en demasía), para que la escuela pública pueda integrar con eficacia a todos estos pequeños cuyas familias han llegado a España en los últimos años, al modo en que ha venido funcionando el sistema educativo público de nuestra vecina Francia (vecina, ¡pero a años luz en tantas cosas!). Ellos y ellas, los de origen oriundo y los que tienen su procedencia allende de nuestras fronteras, tan españoles los unos como los otros, representan el futuro de esta piel de toro, mestiza para siempre. Y ninguno ha venido al mundo ni con un crucifijo, ni con un velo, ni con una kipá debajo del brazo, sino con un ansia infinita de crecer, reírse y aprender.

Un comentario sobre “Felices, libres, iguales

  1. Esa infancia feliz es envidiable. Serán diferentes a nosotros, por supuesto, están conociendo unas vivencias y tolerancias que les servirán para afrontar el futuro. El problema, de siempre, son los políticos.

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